Zama, de Antonio di Benedetto

ZAMA
Antonio di Benedetto

«Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y se lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no.»

El inicio de «Zama» es el libro completo, es el libro que está por venir. Nos lleva el doctor Zama al año 1790, a un río en el Paraguay del siglo XVIII. Esperando un barco que no llega, percibe el cadáver de un mono flotando en el agua, atrapado en el muelle. Tras penetrarnos con esa imagen imborrable, nos remata la poesía: «Ahí estábamos, por irnos y no». Zama es un personaje que aguarda desde la inacción. No sólo espera/desea un barco que no llega, mujeres inalcanzables, un progresar en el trabajo, el dinero, el resarcimiento de la vanidad. Espera, sobre todas las cosas, que le surjan las ganas de vivir. Es, quizás esto, lo que le falta al personaje, lo que le produce el vacío. Nos es revelado en la primera secuencia lo más íntimo y característico de su alma: la espera inmóvil, que sólo puede desencadenar en angustia.

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El mono parece un presagio para Zama, pero no nos es explicado, pues nada se explica en este libro. Tal vez el mono intentó salir de la selva y por eso acabó muerto. Tal vez la muerte del alma es lo que le espera a Zama si no se mueve, si no actúa. Toca decidir al lector, como sucederá a lo largo del libro. Por eso, porque los misterios no son revelados, sino sólo mostrados, la novela se vuelve sugestiva. Todo el libro es un secreto, de ahí el deleite de leerlo. Los secretos son el eje que articula todo el libro. El mayor enigma, seguramente, es el niño rubio. Es el símbolo por excelencia de lo extraño, de lo sobrenatural. Como si la verdad se mostrara ante Zama, pero este fuera demasiado mortal para desvelarla. Una vez más el misterio se muestra al lector, pero no se explica.
De la mano de Ventura Prieto nos llega el primer cuento, pero no es el último. «Zama» tiene, también carácter de matrioshka, las muñecas rusas en cuyo interior albergan una nueva muñeca, y esta a su vez a otra, y otra más.

El tiempo, acotado sólo en las tres partes que dividen el libro, transcurre difuso. Pasan los días, pero no sabemos cuántos. Es, simplemente, un transcurrir. Quizás es así la vida, en verdad.
Por si todo esto fuera poco, el autor nos envuelve con una prosa que no se parece a nada. El autor juega con el lenguaje estirándolo al extremo, como la poesía. Hay en «‹Zama» una economía equívoca de adjetivos. Esta nos hace percibirla como sencilla, pero a la vez hay una alteración constante en la sintaxis. «Su muerte nada me importaría», «muy poco hice por el oriental». Esta alteración, unidas a las constantes elipsis, confiere tal fuerza expresiva y tal sello propio a su prosa que no queda sino rendirse ante ella y ante las descripciones insólitas que nos descubren un forma nueva, única, de mirar el mundo, y que nos zarandea a cada paso obligándonos a ver todo de una forma tan distinta («alto pero inválido el sol…»).
Toda la novela está contenida en la primera secuencia del libro. En él está el misterio, la poesía, la espera, el cuento, la mirada nueva. «Zama» es un libro que llega y no se va, no se irá nunca. Tiene, por encima de todas, la cualidad de lo imborrable.

Venecia, ciudad tomada

Imagina una ciudad única, una ciudad de las de Ítalo; diríamos, por ejemplo: «aquella de la que hablamos es una ciudad hecha de islas que se unen por puentes como hilos, con casas que nacen a pie de agua y barcas circulando sus canales con constancia y calma. Se sabe que sus fundadores se refugiaron en la laguna para huir de los bárbaros, y como el terreno era pantanoso, tuvieron que construir palafitos para refugiarse. No se sabe si intuyeron que de estos palafitos surgiría la belleza, pero lo cierto es que quien sueña con alcanzar la ciudad la imagina como era al nacer: con sus 446 puentes de piedra, hierro y madera y el agua alta bebiendo el suelo entre noviembre y mayo».

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El viajero se imagina con los pies mojados y frescos, quizá desnudos, sobre esta ciudad. E intenta decidir también, si se siente muy próximo a Calvino, si esa ciudad está entre las ciudades felices o entre las infelices. Entonces se dice que antes tal vez hubiera tenido sentido dividir las ciudades entre estas dos clases, pero lee las noticias y ve que aquella pertenece, tristemente, a una tipología nueva, propia de nuestro tiempo: la de las ciudades tomadas, las que pagan por su belleza un tributo y se sostienen como pueden, enfermas de turismo. Ese ha sido siempre el peligro de la belleza, en lo vivo y en lo inerte: ser devorada. Y después, cuando ya ajada vuelva a ser una ciudad sola, quien la pasee serenamente, como se pasea sobre lo viejo, pueda preguntarse sobre la única clasificación que merece la pena; esto es, si pertenece a las ciudades felices o a las infelices.

La soledad urbana

¿Qué ocurre en el individuo cuando llega a ser del todo desconocido para los demás? La muerte social en la ciudad es no ser reconocido, reclamado, por nadie. Se revela como la muerte chamánica de las tribus, y el ciudadano lo sabe y lo presiente, y de ahí que la soledad urbana produzca un espanto particular: uno no está solo porque no haya otro ser humano, como podría suceder en una montaña en la que se ha quedado aislado y solo por accidente. Ahí uno está solo pero se sabe reclamado por los suyos, que no están.
En la ciudad la soledad es distinta. Se da al lado de otros, que sí se conocen y se reclaman entre ellos. Esto genera en el individuo aislado la sensación de anomalía. Uno está solo, no como los demás, es raro, no como los demás. Dos de los temores más desagradables para el ser social que es el ser humano: ser diferente, estar solo.
La ciudad como espejo de ojos que no reconocen, la multitud que no ve. El individuo que se afantasma. La ciudad que le muestra su irrelevancia, su rareza. El que está solo en la urbe está más solo que en cualquier otro lugar. No hay contacto virtual que palie la angustia urbana.
Los ciudadanos se agrupan en corpúsculos, en redes de relaciones más o menos extensas. La ciudad puede ser infernal sin estas conexiones. En esto quizá es opuesta al pueblo, donde la asfixia puede venir por lo contrario, la excesiva cercanía. Puede uno sentir soledad en una población pequeña, por supuesto, pero es una soledad distinta. Siempre hay un mínimo de relación humana inevitable que en la ciudad puede no darse. La ciudad, donde uno puede ser un desconocido para los demás, es «el lugar donde la identidad se pierde» (W.B.).

La familia y su léxico

 Siempre es un momento fascinante cuando un autor te descubre una nueva forma de ver, o posa la mirada en algún lugar al que tú no habías llegado y que ni siquiera sabías que existía. Ese lugar es un espacio de percepción que se abre ante uno gracias al libro leído, un «claro del bosque» que nunca más estará oculto a tus ojos: se convierte en una experiencia transformadora.
Un libro puede aportar muchas cosas, pero no todos tienen la capacidad de operar cambios. Léxico Familiar, de Natalia Ginzburg, la posee. Uno sale transformado de su lectura porque a partir de ella comprende que toda convivencia se caracteriza por un modo de hablar compartido. Tras su lectura echas la vista atrás a tu infancia y tu pasado, buscando conexiones lingüísticas con tus hermanos y padres, abuelos y tíos; y, como Ginzburg, las encuentras y percibes cómo las palabras, las expresiones, moldean un entorno, un contexto, un ámbito, a los individuos. Cómo os han hecho, a ti y a los tuyos. El olor y el sabor son considerados dos de los más potentes evocadores de vivencias pasadas, pero ahora pienso en las expresiones propias de mi madre, las de mi abuela, y percibo que tienen tanta capacidad de llevarme de viaje por mi vida vivida como las magdalenas a Proust, con un matiz: existe un grupo de personas, mi familia, que comparte conmigo ese léxico imperfecto, personal, hecho involuntariamente a la medida de nosotros. Poseemos una misma columna vertebral lingüística.

Mi voz, tu voz, su voz

No escuché la voz completa de Chiara hasta hace poco; llevaba yo un año aprendiendo su idioma natal cuando un buen día ella me habló en italiano. Antes de continuar he de aclarar que habla perfectamente el castellano, pero el cambio manifiesto en su voz era sorprendente: su voz era otra. El castellano le había sustraído de alguna forma cierto timbre de su sonido propio, una pérdida leve pero consustancial a ella; no era solo la musicalidad en el habla, sino la repentina cercanía natural a su lengua materna (lo que nos hace sentirnos identificados y ubicados en esta). Hay un halo de verdad en la lengua propia que se diluye cuando nos expresamos en otra, por bien que la conozcamos. Una verdad de nosotros que se revela al hablar en la materna, que se distancia al hablar en la ajena. La ductilidad innata a la hora de expresar las emociones involuntarias más sutiles, tanto como las conscientes. También percibo una distancia emocional en mi experiencia cuando leo en otras lenguas, como si esos centímetros de lejanía impidieran el desarrollo de las emociones con la misma intensidad.

Terminando en estos días el cuarto volumen de la tetralogía que empiezo a publicar en octubre, me pregunto cuánto de mi voz escrita se perderá o transformará si llega a ser traducida. Cómo será percibida la obra en esa otra lengua, cómo confluirá mi sonido con el del traductor. Una obra traducida tiene dos voces: la visible, del autor, y esa otra, la del traductor, que cuando es respetuosa trata de ser invisible, como un susurro que intenta mostrar sin molestar. Pero, ¿es posible esa invisibilidad? Quizá sea más realista entender que una obra traducida no es solo la obra del autor, sino una melodía a dos voces. Siendo esto así, el traductor no sería solo tal, ni tampoco un intérprete, sino la voz del autor en ese otro idioma. Como si se hubiera quedado mudo y él le prestara su voz para expresar su música. Lo más fascinante de todo es que, además, siempre hay una tercera voz, de la que no sabremos nunca nada ni autores ni traductores. La voz íntima y privada del que lee, puesto que cada lector aporta su sonido al hacerlo: recrea la obra con su voz propia.

El misterio de la escritura

Escribir no es tan distinto a enamorarse. Se prenda uno de algo, mas una vez se ha sellado en papel se olvida en pos de otra fiebre única. Y cuando se escribe quizá solo se es fiel a lo inalcanzable, a ese algo que se persigue por cualquier parte, en cualquier momento.
Sin embargo, como en el amor, cuando se da la escritura de forma completa siempre queda flotando un misterio. Una sombra, un secreto oculto en los textos. Lo indescifrable sobresale como aceite en agua, y por eso siguen los escritores escribiendo, y los demás leyendo, como todos acabamos por enamorarnos después de desenamorarnos. Pero es que no buscamos la belleza por buena, noble o sagrada, sino porque es el eco mínimo de algo profundo, infinitamente poderoso y extraño, que no conocemos. La verdad, dura, fría, necesaria, es también eco de la misma hondura abisal. Cuando se consigue captar ambos ecos en la escritura, hermosura y verdad, el alma humana se cimbrea y surge la poesía, testigo del misterio del ser humano.
Y por ese misterio es que se escribe; que se pasan las horas intentando extraer el pétalo a la palabra, en ese remolino de jardines almacarne que le conmueven a uno. No hay mayor misterio, ni cosa más sencilla que la escritura.

La felicidad, dos veces

Hay momentos magníficos, como almidonados. Momentos transparentes que me saben a gloria bendita, a miradas fascinantes, a trenes, a todas mis fotografías antiguas -las de papel-, a esa cometa celeste de mi infancia, a jardines y a té, a amistad; a esas sonrisas inolvidables, a los recuerdos felices. Son momentos entrañables; podría componer partituras si supiera traducir la felicidad en un pentagrama. Lo mejor -o lo peor-, es que todo sucede porque sí, sin merecerlo. Y esa cosa abrumadora llamada felicidad se desliza entre las comisuras de una tarde cualquiera. Llega misteriosamente el momento glorioso y como vino, dulcemente, se va. Es entonces cuando una, que ya está de vuelta, se apresura a grabarlo en la memoria. Así se vive dos veces la felicidad. La del instante y la del recuerdo, y no sé cual felicidad es más plena de ambas.

Unos apuntes sobre la memoria

Borges afirmó que el ser humano es un quimérico museo de formas inconstantes, un montón de espejos rotos. Oliver Sacks nos dijo que no parece haber en la mente o el cerebro ningún mecanismo que asegure la verdad, o al menos el carácter verídico de nuestros recuerdos. En W.G. Sebald la memoria se configura como piedra angular, estructura y objetivo. Nabokov dijo en Habla, memoria ser «feliz testigo del supremo logro de la memoria».

La memoria estructura a las personas como estructura la novela, pero esta no se encuentra sola. La imaginación es su gran protagonista, la verdadera habitante de nuestra memoria. Esta es lo que necesitamos que sea, está más allá de nuestra voluntad consciente. Es ese conjunto de experiencias que deformamos para que nos conforme, y la imaginación la mano que la esculpe.

La palabra más bella

Ojalá. No hay palabra más bella ni más triste. Ojalá fuese… Ojalá pasara… Ojalá la vida… No hay palabra que me conmueva más en boca de otros. Ese nombrar algo que no existe, ese ansiar; el deseo de entusiasmo, de creer posible, siempre una ausencia, una necesidad pendiente en el lugar imaginario que es el corazón. Ojalá es una palabra que otorga posibilidad a las cosas, y eso es lo que le confiere belleza. Pueden brillar los ojos de alguien cuando dice ojalá, pero esta palabra tiene la textura de la sombra, y eso es triste. Por eso cuando la escucho me conmuevo, no puedo evitarlo. El mundo entero de alguien dentro de ese ojalá, regalando su único sentido oculto. O tal vez no, tal vez solo sea una palabra sin más, aunque sea la más bella y triste del diccionario.

Frente al espejo

Cada uno somos dos; eso se siente la primera vez que uno se contempla a un espejo sin otro fin que mirarse a los ojos. Después de un rato, de repente, ese uno no nos pertenece ya. Entonces se percibe la extrañeza de la existencia, un cierto distanciamiento de uno mismo, como si se pudiera contemplar el ser que se es aunque no se comprenda; más o menos como si se fuera dos: el que observa y el observado. Nunca volverá a ser como antes, la unicidad se ha esfumado: es un poco como tener un amigo imaginario que te diga que eres tú el imaginado. Es la percepción de uno mismo, eso que Duras llamaba la «sombra interna». Tal es la experiencia que nos regalan los espejos.

La lluvia, hoy

En cuanto a la lluvia puede decirse que soy convencional. Simplemente me complace. A veces la mejor forma de escribir es hacerlo por medio de la lluvia. ¡Ojalá pudiera cultivarse! Cuando llueve tanto, y todo se vuelve acuoso y transparente, hasta las palabras suenan líquidas y fluidas. En la naturaleza, cuando llueve, todos los animales callan; como si reverenciaran al agua, se da un mutismo característico, espiritual. Es un silencio inconfundible. La belleza es un suceso hecho de lluvia. Ojalá llueva hoy toda la noche. 

Leer, no leer, escribir y no escribir

Padezco ansiedad cuando no puedo leer todo lo que quiero, pero cuando no leo, creo que estoy leyendo también. No leo, pero leo. Pienso en lo que he leído, busco fragmentos, reseñas sobre lo que deseo leer, comentarios. Es para estar algo más cerca de esa lectura que aún no puede llegar. Que lo sepan: no escribo si no leo, porque el escribir es siempre una consecuencia del leer (y entonces no puedo parar de hacerlo, la escritura se desata con la buena lectura) pero resulta que si no leo también estoy escribiendo: estoy no-escribiendo igual que estoy no-leyendo. Aparte de leer y no-leer, y de escribir y no-escribir, me enfado con la vida y con mi tiempo y mi forma de hacer las cosas por no ser capaz de hallar más horas para esto, que se me antoja la más importante de todas las actividades, quehaceres, tareas, necesidades, o como se llamen.

Hilos

Hay hilos entre nosotros, y en los hilos, no lo sé: palabras, tal vez. Sentidos. Hechos. Parecen poca cosa los millares de hilos que nos conectan. Ahí son nada. Conectados. Por medio de hilos. He contado treinta y siete hilos. He contado sesenta y cuatro. He contado tres sutiles, periféricos. Pasan días. No sé decir. Me parece que el proceso de vivir está hecho de hilos, de mantener los hilos. Sin hilos podríamos quedar locos, con demasiados podríamos cosernos. Quedar cosidos. Privados de. La longitud tampoco es determinante. O tal vez sí. Como la textura. El color, el sonido. Los hilos entre nosotros somos nosotros con los otros. Así pues, sin ellos, no somos.

Sólo en silencio

La noche me ha dejado esto:

Despertar mientras los otros duermen; los ojos abiertos, tranquilos como catedrales. Y ahí la noche, como si llevara horas esperándote o toda la vida, con su silencio. Hay una belleza, un respirar en ella que serena la mirada, que no necesita soluciones; un útero inasible, atávico, que si no interrogas te une a lo más profundo y pacífico de la vida en un momento suspendido, paradójicamente luminoso. Todo sigue su curso después, y poco a poco cierras los párpados al sueño, al orden natural de las cosas. Y te duermes arropado con eso que te ha sido desvelado tal vez porque no preguntaste, porque estuviste quieto en la quietud: no se trataba de abrir las puertas y preguntar, no era eso. Sólo había que escuchar. Sólo en silencio la vida hace sus ofrendas.

Los besos ausentes

Los besos incorpóreos, esas ondas suaves que no damos, son cachorros de la ausencia; esos besos sin hacer -que no llegan a tomar forma porque no se entregan, y aun así son percibidos en su potencia de llegar a ser a instancias del anhelo-, poseen una naturaleza ambigua. 
El beso está hecho para salir del recinto interior, y proporciona paz al ser entregado. Mas cuando se le contiene dentro, cuando se le reprime, el beso nonato produce una herida, tanto en el que no lo dio como en el que lo esperaba y no lo recibió. Ese sonido del alma silenciado – por la razón que sea-, deja una aflicción: la desolación del beso que quiso ser y no fue. Había nacido para ser baluarte del corazón y solo llegó a ser profeta de lo ausente, herida de lo incierto, cauce de la peor soledad.