Sólo en silencio

La noche me ha dejado esto:

Despertar mientras los otros duermen; los ojos abiertos, tranquilos como catedrales. Y ahí la noche, como si llevara horas esperándote o toda la vida, con su silencio. Hay una belleza, un respirar en ella que serena la mirada, que no necesita soluciones; un útero inasible, atávico, que si no interrogas te une a lo más profundo y pacífico de la vida en un momento suspendido, paradójicamente luminoso. Todo sigue su curso después, y poco a poco cierras los párpados al sueño, al orden natural de las cosas. Y te duermes arropado con eso que te ha sido desvelado tal vez porque no preguntaste, porque estuviste quieto en la quietud: no se trataba de abrir las puertas y preguntar, no era eso. Sólo había que escuchar. Sólo en silencio la vida hace sus ofrendas.

Los besos ausentes

Los besos incorpóreos, esas ondas suaves que no damos, son cachorros de la ausencia; esos besos sin hacer -que no llegan a tomar forma porque no se entregan, y aun así son percibidos en su potencia de llegar a ser a instancias del anhelo-, poseen una naturaleza ambigua. 
El beso está hecho para salir del recinto interior, y proporciona paz al ser entregado. Mas cuando se le contiene dentro, cuando se le reprime, el beso nonato produce una herida, tanto en el que no lo dio como en el que lo esperaba y no lo recibió. Ese sonido del alma silenciado – por la razón que sea-, deja una aflicción: la desolación del beso que quiso ser y no fue. Había nacido para ser baluarte del corazón y solo llegó a ser profeta de lo ausente, herida de lo incierto, cauce de la peor soledad.

El lenguaje más allá

La palabra pare el lenguaje; mas le alumbra prural, en dos planos yuxtapuestos: 

El lenguaje de ecos. Amorfo, desordenado, más audible. Compuesto de palabras descortezadas, se consume y es el más cercano al hombre, a su acción.

Y el lenguaje profundo, el que vive en los ínferos en reposo -donde las palabras no están colonizadas-, es pleno y transparente, puro. Es indeleble donde el primero es furtivo. Lo experimentamos a través de lo poético, pues es esquivo este lenguaje y la poesía puede darle uso sin pervertirlo, por su carácter sólo útil per se y por su lucidez (ya que lo autotélico y lo lúcido dan lugar a la poesía). El lenguaje profundo no puede ser gobernado por el hombre. Es más, si este lo roza gracias a la Poesía, convierte al hombre en servidor. 

Más allá del lenguaje profundo está la música, donde se apagan las palabras, mas, como este, la música es plural. Está la música de ecos y está la profunda, que está más allá, que subyace a la primera, y que no puede ser gobernada. 

La vocación propia

Se siente la vocación artística como una lucidez del alma, un respirar entre la elevada, meticulosa densidad de lo que nos rodea. Esa disposición ineludible nos fecunda y viene a obnubilar las otras zonas de la vida, que quedan como avasalladas. Y, ¿cómo sostenerse en ella, si conforme avanza tambalea todo lo demás? Sabedora de que por fin ha encontrado el medio adecuado para conformarse -esa mujer, ese hombre-, se instala en el mismísimo núcleo de su ser; se erige alentando a la vida mas creando a la vez sombras a su paso. Una vez me preguntaron si no podía dejarse de lado tal disposición. Si se puede -que de todo es capaz el ser humano-, me pregunto si abandonar la vocación propia no es como abandonar el amor, aun amando. Me pregunto qué agujeros deja en el alma hacerlo; si se deja de amar después de haber abandonado el amor; si se vuelve uno a sentir vivo.

 

El intento de escribir

Me aferro al lenguaje para sobrevivir al lenguaje. Por eso escribo, pero soy una eterna candidata a mi propia idea. ¿Por qué lo intento, si no consigo hacerlo como quiero? No soporto mi imperfección, pero soporto menos dejarla sin perfeccionar, y por eso no acabo. Tallar hasta hallar el matiz sutil que no llegará nunca salvo en mi cabeza. El lenguaje es inaprensible. Las palabras se exhiben como frutos en el árbol, pero cuando trato de cogerlas, se desvanecen. Cada día lo intento, pero ni siquiera es un intento justo. Es parecido a un juego, disfrutas pero te sabes perdedor. Ese intento autotélico ha invadido mi tiempo, escribo como una rueca endemoniada, sin parar, y gozo; en los huecos que me deja la vida lo hago frente al teclado, en los tiempos en que la vida  me ancla lo hago en mi cabeza. Parar, no lo hago nunca. Siempre estoy escribiendo, incluso cuando leo. Tallo, tejo, hilo, obviando la frustración hasta que acaba la jornada. Durante el día escribir es una hoguera. Por la noche es cuando pienso en la imperfección, en todo el barro que he dejado. Si no me contengo, me levanto y sigo escribiendo, intentando arreglar, mejorar, conseguir, obtener. Si me contengo, consigo cierta placidez y acabo distrayéndome. Y, por fin, me perdono mis imperfecciones porque creo, siempre a la noche, que el sentido es escribir.

 

Carne y conciencia

Quisiera a momentos vivir sólo en la carne. Navegar en ese reino solitario de la conciencia es faenar. Ahí se pena. También se medita, se cree uno trascender, se hurga, se siente uno pleno; pero si te aturdes y caes, después sólo existiendo en la carne se alivian los infiernos de la mente. Vivir en la carne es manifestarse en la vida, no temerla; temer me parece la peor de las condiciones humanas. Pero ahí estamos. Viviendo, temiendo, faenando. Una vez el ser humano mira, ya no puede dejar de observar. Está preso de su conciencia. Ocurre como con el tinnitus, ese sonido agudo, monstruoso, que oímos en el silencio profundo. Una vez lo percibes no puedes dejar de notarlo. La conciencia es igual. Una vez escuchas la voz de tu mente ya no se va nunca. Siempre ha estado ahí, como el tinnitus. Lo raro es observarla, percibirla como un ente aparte al yo, aunque nos identifiquemos con ella. ¿Nos pertenece? Se faena, se medita, se vive. La conquista es vivir en el presente, carne y conciencia. Del futuro no sé nada, el pasado se esfumó. Así es la existencia humana para algunos. Otros vegetan.

 

Rua das Janelas Verdes

Hay, por cierto, una calle en Lisboa, un bálsamo para el alma desasosegada. Rua das Janelas Verdes es el nombre; pienso a veces en ella, me gustaría volver a caminarla. Por la mañana en verano es fresca, el sol se filtra entre los edificios viejos del oeste besando a los del este, que lucen cálidos y dorados. La calle es larga, el suelo de piedras irregulares, a ondas como en toda Lisboa, y huele a pan. Es poco transitada a pesar del museo de arte al final de la calle, que no atrae a los turistas. El aire delicado se cuela en forma de brisa, los oídos perciben las texturas cambiantes y lejanas de los coches lejanos; solo una persona, dos a lo sumo, puedes cruzarte muy de mañana en las janelas verdes. Los ojos no se cansan, el corazón se aquieta. El silencio oscila bajo tus pasos, pero es un silencio que no es, un silencio del que emana un leve y armonioso sonido: es el nombre de la calle, que se susurra al caminarla, que aplaca el desasosiego del alma al ritmo de la belleza. Puede carecerse de ambición, también de curiosidad, para disfrutar de la calle, más es necesario sentir un desasosiego acodado para que la rua pueda imprimir en uno todo su sentido.

Yo quisiera no volver  a la rua das Janelas Verdes; no volver nunca para poder añorarla siempre. Así pasa con los lugares que se apropian de uno. Tal es su carácter: indelebles en la memoria, vulnerables al regreso, al que parecen rehuir.

 

A Isabel, que me echa en falta si no escribo; a quien echo en falta si no me lee.

Encuentros

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Resulta que en las horas abandonadas, en los domingos sin suerte, en las líneas más delgadas de un instante que se escurrió, hoy mismo por la mañana, alguien lee esto. Yo paso las horas en los libros, presiento que en ellos hay, no respuestas, preguntas. Otros (los que escriben) se hacen las mismas preguntas que yo u otras nuevas, apuntan sus caminos y la vida cobra realidad, el sentido que nos niega, en la lectura. Respuestas, en los libros, tal vez no hay.

Pienso que los lectores «crean» los libros; que formulan, hilvanan sus propias respuestas a través de ellos, mientras estos establecen senderos, perímetros, islas en las cuales pensar y disfrutar. Eso entre otras cosas hallo yo en los libros. Resulta que ahora otros leen lo que yo escribo aquí y me llegan a veces sus mensajes sobre sentimientos o preguntas similares, sobre sentirse identificados o sobre el disfrute o el alivio. Es verdad que uno se siente reconfortado al escribir (no estoy nada de acuerdo con que la escritura duele, eso que se oye tanto por ahí: lo que duele, acaso, es la vida; la escritura alivia en todo caso; la lectura también). También uno se siente reconfortado al compartir lo que ha escrito con otros; más aún. Ni que decir tiene que la sensación de que ellos vuelvan una y otra vez a este lugar por hacerse, quizás, las mismas preguntas que yo, destierra sensaciones solitarias. Pero no es ahí adonde quiero llegar hoy, sino a la sensación final de que somos todos mucho más parecidos de lo que creemos. Hay una especie de patrón de especie en  nosotros, que bajo nuestra experiencia única e irrepetible de la vida, nos hace vivirla de formas similares. Tal vez al leer es eso lo que buscamos y lo que hallamos en la ficción: la certeza de que otros experimentaron lo mismo que nosotros, ese íntimo vértigo vital del que no se suele hablar más que en los libros.

No hay misterio más embelesante que la mirada abstraída de alguien que lee. Rembrandt también se fijó en eso. Pasó horas contemplando a su madre leyendo para realizar el cuadro de la fotografía.