Venecia, ciudad tomada

Imagina una ciudad única, una ciudad de las de Ítalo; diríamos, por ejemplo: «aquella de la que hablamos es una ciudad hecha de islas que se unen por puentes como hilos, con casas que nacen a pie de agua y barcas circulando sus canales con constancia y calma. Se sabe que sus fundadores se refugiaron en la laguna para huir de los bárbaros, y como el terreno era pantanoso, tuvieron que construir palafitos para refugiarse. No se sabe si intuyeron que de estos palafitos surgiría la belleza, pero lo cierto es que quien sueña con alcanzar la ciudad la imagina como era al nacer: con sus 446 puentes de piedra, hierro y madera y el agua alta bebiendo el suelo entre noviembre y mayo».

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El viajero se imagina con los pies mojados y frescos, quizá desnudos, sobre esta ciudad. E intenta decidir también, si se siente muy próximo a Calvino, si esa ciudad está entre las ciudades felices o entre las infelices. Entonces se dice que antes tal vez hubiera tenido sentido dividir las ciudades entre estas dos clases, pero lee las noticias y ve que aquella pertenece, tristemente, a una tipología nueva, propia de nuestro tiempo: la de las ciudades tomadas, las que pagan por su belleza un tributo y se sostienen como pueden, enfermas de turismo. Ese ha sido siempre el peligro de la belleza, en lo vivo y en lo inerte: ser devorada. Y después, cuando ya ajada vuelva a ser una ciudad sola, quien la pasee serenamente, como se pasea sobre lo viejo, pueda preguntarse sobre la única clasificación que merece la pena; esto es, si pertenece a las ciudades felices o a las infelices.

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