Librerías vivas, librerías muertas.

Entrada de Le nuvole. «Hay que hablar de las librerías cuando están abiertas y no solo cuando cierran», leí hace poco en un tuit de @BelénBermejo. Y yo me quedé con la copla. No soy tremendista, pero si muy dada a fantasear. Me subo a las nubes y ahí me quedo hasta que la realidad se empeña en bajarme al barro (y qué mal me sienta). De verdad que no, no soy tremendista, pero he de confesar que desde aquel tuit  imagino librerías vivas (abiertas) o muertas (cerradas). Así,  por todas partes. Cada vez más muertas que vivas, según parece. Y he decidido aplicarme el cuento que indicaba @BelénBermejo y hablar de las vivas. Porque las librerías abiertas están vivas, como están vivos los libros, como están vivos los lectores cuando los leen o las visitan. Luego, dentro de las vivas hay clases, como siempre. Porque cada librero es un mundo, y a veces ellos impregnan de tal carácter estos establecimientos misteriosos que la vida sale a borbotones, como escupida. De todas ellas, me quedo con las pequeñas e inolvidables.

La última que he encontrado es Le Nuvole (@LeNuvole_bcn), y pienso visitarla en cuanto vuelva a Barcelona. Es una librería italiana, su dueña se llama Cecilia, y creo que no sabe que ella y su librería son auténtica literatura. Llegué hasta allí buscando algo que leer en italiano, lengua que me tiene enamorada, y Cecilia me recomendó enseguida algunos libros sencillos para el poco italiano que sé. Y entonces sucedió el mágico momento: Cecilia busca que te busca el libro de una autora italiana (yo no la conozco y no soy capaz de recordar el nombre. Mi mala memoria es un defecto con el que convivo), convencida de que me puede gustar. Pero nada, que no encuentra sus libros. Entonces, pregunta en italiano a su hija, que debe andar al fondo de la preciosa librería:
—Cariño, ¿dónde está el libro de …?
Y entonces la chica, a la vez que sale descalza hacia nosotros, indica con un gesto y en italiano:
—Está entre los vivos.
—¡Ah, claro!
Todo cuadra ahora para Cecilia, que me explica que tienen clasificados los libros por autores vivos, y autores muertos. Mis ojos, desconcertados, suscitan en Cecilia la necesidad de excusar la desubicación de la autora en cuestión.
—Es que murió el año pasado, y me daba mucha pena trasladarla con los muertos. Por eso yo la buscaba aquí y no está…
Aquí. En la estantería de los muertos, pienso yo maravillada. Me doy la vuelta, miro a los ojos a mi marido, y sé que está pensando lo mismo que yo: Cecilia, su hija, Le Nuvole y todo su mundo, se han escapado de un libro. Son un libro. Algún día, aparte de estas palabras, tendré que ficcionar sobre ellos en alguna de mis novelas aún no escritas. Si se dejan, claro.

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